La base teológica de la fiesta es la doctrina de que las almas que al salir del cuerpo no están perfectamente limpias de pecados veniales o no han reparado totalmente las transgresiones del pasado, son privadas de la visión beatífica, y que los creyentes en la tierra pueden ayudarles con las oraciones, la limosna y sobre todo por el Sacrificio de la Misa. (Vea Purgatorio).
En los primeros días del cristianismo se escribía en los dípticos los nombres de los hermanos que habían partido. Después, en el siglo VI, era costumbre en los monasterios benedictinos tener una conmemoración de los miembros difuntos en Pentecostés. En España, en tiempos de San Isidoro de Sevilla (m. 636), había un día semejante el sábado antes de sexagésima o antes de Pentecostés. En Alemania existió para el día 1 de octubre (según el testimonio de Widukindo, abad de Corvey, c. 980) una ceremonia consagrada a orar por los difuntos, la cual fue aceptada y bendecida por la Iglesia. San Odilón de Cluny (m. 1048) ordenó que en todos los monasterios de su congregación se celebrara anualmente la conmemoración de todos los fieles difuntos. De allí se extendió entre las otras congregaciones de los benedictinos y entre los cartujos.
De las diócesis, Lieja fue la primera en adoptarla, bajo el obispo Notger (m. 1008). Luego se halla en el martirologio de San Protadio de Besançon (1053-66). El obispo Otrico (1120-25) la introdujo en Milán para el 15 de octubre. En España, Portugal y América Latina es tradicional que los sacerdotes en este día celebren tres Misas. Una concesión similar para todo el mundo fue solicitada al Papa León XIII. No la concedió pero ordenó un Réquiem especial el domingo 30 de septiembre de 1888.
En el rito griego esta conmemoración se celebra en la víspera del domingo de sexagésima, o en la víspera de Pentecostés. Los armenios celebran la pascua de los difuntos el día después de Pascua.
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